La primera vez que visité África del Norte, fue a inicios de diciembre de 2023. Me quedé a orillas del Mar Mediterráneo, un poco alejada de la ciudad de Túnez, en lo que antes se llamaba la civilización de Carthage o Cartago.

Junto a la mar, existen poblados conectados en una misma mancha urbana que rodean varias ruinas que datan desde los tiempos de los Fenicios.

Por su parte, la ciudad de Túnez es una mezcla de bullicio, comercio, empujones, caos, callejones, y mezquitas. Cuando las personas quieren atravesar las calles, tienen que correr cuando ven que los coches y camiones vienen cerca, esperando que las puedan ver y bajen un poco la velocidad, porque los hombres, que parecen ser los únicos que manejan, no se detienen y no respetan los semáforos.

El islam es la religión que profesa la mayoría de las personas que habitan Tunisia. La arquitectura es muy bella, las casas y edificios son de tonos blancuzcos y arenosos,  lo cual acentúa la viveza de las grandes palmeras y las bugambilias que hay en casi todas las casas. Las puertas de colores brillantes son un toque muy lindo. La gastronomía es deliciosa, con ingredientes frescos y abundantes.

Para disfrutar mi estancia en Túnez, necesité de mucha energía e ingenio para encontrar maneras de pasear y conocer, con la guardia en alto y el placer y la intuición por delante, abriéndome el camino.

Adivinen: ¿Quienes me ayudaron a lograrlo? ¡Las mujeres de Túnez! Las mujeres que están en todos lados. Las que me ayudaron a cruzar la calle las primeras veces. Las que me observaban con respeto cuando miraba las artesanías y especias que vendían, sin acosarme, sin presionarme, sin mirarme nefastamente como lo hacían los hombres de los puestos de junto. La que me ayudó a saber cuándo bajarme del autobús. La que me dio todo su cambio en monedas para que yo pudiera pagar con efectivo mi chip del celular. Las que me sonreían cuando yo me quedaba viendo lo que rodeaba a una mezquita muy famosa a la cual ni ellas ni yo podíamos entrar por ser mujeres.

También, hubo dos encuentros que me gustaron mucho, los souvenirs más emblemáticos de ese viaje. Mientras viajaba en tren, del Cartago a Sidi Bou Said, dos jóvenes me hablaron en árabe pidiéndome un favor: que me recorriera un asiento a la izquierda hacia la ventanilla del tren, para que ellas se pudieran sentar al lado de mí, y así evitar usar las otras filas de asientos en donde iban varios hombres. Con señas y su forma de explicarme, les entendí y les respondí en francés. Nos sonreímos y ellas me agradecieron. Desde que se sentaron, empezaron a platicar con mucha soltura y me veían como si yo entendiera lo que decían. Yo no comprendí, pero si sentí lo calientito y agradable que se siente estar segura.

La segunda vivencia, ocurrió en un pasillo muy estrecho del mercado de la Medina. Una mamá y su hija adolescente se detuvieron súbitamente en un puesto de calzones y brassieres, deteniendo la fila de personas que iban atrás. La mamá jalaba a su hija del brazo y le insistía en que se probara la ropa interior por encima del chador (túnica). Las dos me voltearon a ver, porque era la persona que iba justo detrás de ellas. Y las tres nos empezamos a reír. Me dio mucha ternura y alegría ver una escena tan común de los mercados o tianguis de México, en otro lugar del mundo con mujeres de una cultura tan diferente.

Ahora reflexiono que si yo hubiera estado en su lugar, en el lugar de alguna de estas cuatro mujeres, las del tren o las del mercado, me hubiera sentido incómoda y nerviosa, pero después, aliviada y relajada al estar cerca de mujeres.

Deseo cerrar esta huella de elefanta con la certeza universal y permanente que me hicieron sentir las mujeres de Túnez: Las mujeres nos ayudamos, nos hacemos sentir que ahí estamos, que el mundo nos pertenece.

La primera vez que visité África del Norte, fue a inicios de diciembre de 2023. Me quedé a orillas del Mar Mediterráneo, un poco alejada de la ciudad de Túnez, en lo que antes se llamaba la civilización de Carthage o Cartago.

Junto a la mar, existen poblados conectados en una misma mancha urbana que rodean varias ruinas que datan desde los tiempos de los Fenicios.

Por su parte, la ciudad de Túnez es una mezcla de bullicio, comercio, empujones, caos, callejones, y mezquitas. Cuando las personas quieren atravesar las calles, tienen que correr cuando ven que los coches y camiones vienen cerca, esperando que las puedan ver y bajen un poco la velocidad, porque los hombres, que parecen ser los únicos que manejan, no se detienen y no respetan los semáforos.

El islam es la religión que profesa la mayoría de las personas que habitan Tunisia. La arquitectura es muy bella, las casas y edificios son de tonos blancuzcos y arenosos,  lo cual acentúa la viveza de las grandes palmeras y las bugambilias que hay en casi todas las casas. Las puertas de colores brillantes son un toque muy lindo. La gastronomía es deliciosa, con ingredientes frescos y abundantes.

Para disfrutar mi estancia en Túnez, necesité de mucha energía e ingenio para encontrar maneras de pasear y conocer, con la guardia en alto y el placer y la intuición por delante, abriéndome el camino.

Adivinen: ¿Quienes me ayudaron a lograrlo? ¡Las mujeres de Túnez! Las mujeres que están en todos lados. Las que me ayudaron a cruzar la calle las primeras veces. Las que me observaban con respeto cuando miraba las artesanías y especias que vendían, sin acosarme, sin presionarme, sin mirarme nefastamente como lo hacían los hombres de los puestos de junto. La que me ayudó a saber cuándo bajarme del autobús. La que me dio todo su cambio en monedas para que yo pudiera pagar con efectivo mi chip del celular. Las que me sonreían cuando yo me quedaba viendo lo que rodeaba a una mezquita muy famosa a la cual ni ellas ni yo podíamos entrar por ser mujeres.

También, hubo dos encuentros que me gustaron mucho, los souvenirs más emblemáticos de ese viaje. Mientras viajaba en tren, del Cartago a Sidi Bou Said, dos jóvenes me hablaron en árabe pidiéndome un favor: que me recorriera un asiento a la izquierda hacia la ventanilla del tren, para que ellas se pudieran sentar al lado de mí, y así evitar usar las otras filas de asientos en donde iban varios hombres. Con señas y su forma de explicarme, les entendí y les respondí en francés. Nos sonreímos y ellas me agradecieron. Desde que se sentaron, empezaron a platicar con mucha soltura y me veían como si yo entendiera lo que decían. Yo no comprendí, pero si sentí lo calientito y agradable que se siente estar segura.

La segunda vivencia, ocurrió en un pasillo muy estrecho del mercado de la Medina. Una mamá y su hija adolescente se detuvieron súbitamente en un puesto de calzones y brassieres, deteniendo la fila de personas que iban atrás. La mamá jalaba a su hija del brazo y le insistía en que se probara la ropa interior por encima del chador (túnica). Las dos me voltearon a ver, porque era la persona que iba justo detrás de ellas. Y las tres nos empezamos a reír. Me dio mucha ternura y alegría ver una escena tan común de los mercados o tianguis de México, en otro lugar del mundo con mujeres de una cultura tan diferente.

Ahora reflexiono que si yo hubiera estado en su lugar, en el lugar de alguna de estas cuatro mujeres, las del tren o las del mercado, me hubiera sentido incómoda y nerviosa, pero después, aliviada y relajada al estar cerca de mujeres.

Deseo cerrar esta huella de elefanta con la certeza universal y permanente que me hicieron sentir las mujeres de Túnez: Las mujeres nos ayudamos, nos hacemos sentir que ahí estamos, que el mundo nos pertenece.